Dale Alas al Miedo.
“El prudente ve el peligro y lo evita; el inexperto sigue adelante y sufre las consecuencias.”
Proverbios 22:3
***
Es sábado, 29 de septiembre, 8:40 de la noche. Miré el reloj en mi celular y la impaciencia me iba ganando. El grupo de estudiantes del octavo “A” estaba por terminar su presentación y aún tres de mis niñas no aparecían.
—Bien que les dije que no se alejaran mucho —pensé.
El siguiente acto era de mi curso. Pedí a una de las mamitas de apoyo que se hiciera cargo del resto de los chicos; yo misma iría a buscar a las ausentes.
Uno de mis estudiantes señaló que seguramente estarían en casa de Luisa Fernanda, descansando. Habían estado allí desde que terminó el desfile por las calles del pueblo.
Sin pensarlo mucho, me encaminé hasta la casa. Seguí las indicaciones de Juan José: entrar por un callejón detrás del auditorio, doblar a la izquierda y caminar tres calles, hasta antes de una calle ciega.
No conocía bien el lugar; llevo apenas lo que va del año escolar en este pueblito y nunca había estado allí, menos de noche.
Al alejarme del bullicio, abrí el bolso, saqué un encendedor y un cigarrillo a medio consumir. Lo encendí y aspiré la primera bocanada. Con lo larga que se veía la calle, pensé que alcanzaría a fumarlo sin problema. Después de semanas intensas preparando la presentación, merecía un respiro. Ser la nueva profesora trae mucha presión y expectativas. Sí que me merecía un cigarrillo.
Un movimiento en los arbustos me sacó de “mi momento”. Al entrar a la segunda calle, todo se volvió más turbio, más oscuro, más silencioso. Había casas a los lados, pero sus entradas eran tan largas que apenas un par de luces alcanzaban a iluminar el camino.
La algarabía de las presentaciones quedó atrás. Ahora solo escuchaba el eco lejano, mis propias pisadas, las hojas agitadas por el viento, los bichos nocturnos, uno que otro murciélago revoloteando. Era como una escena de suspenso. Para colmo, andaba sin mis gafas: esa tarde se me habían roto mientras danzaba en la calle junto a mis niños. Apenas podía distinguir entre sombras y destellos.
Tarareé una canción para distraer la mente, pero viejos temores se paseaban por ella.
En la tercera calle, a mi izquierda, una sombra salió de los arbustos. Era un hombre. Venía hacia mí con machete en mano.
—¡Buenas noches, doñita! Usted, disculpe…
Grité. El corazón se me quería salir por el susto.
—No grite, no le voy a hacer daño, solo quiero…
Me tapé el pecho con la mano. No lo entendía; mi mente se nubló. Solo quería desmayarme, desaparecer. Sentí el sudor frío recorriendo mi cuerpo. Alcancé a decir:
—No tengo dinero, de verdad que no tengo…
—Baje la voz, que no es para eso —respondió él.
Ay, Dios —pensé—, ¿qué voy a hacer? ¿Cómo le digo luego a mis niñas que no anden solas por lugares oscuros, si yo misma no fui prudente? Siempre les repito: “Sean prudentes como serpientes y sencillas como palomas”, y yo no lo fui.
Mi mente iba a mil… Recordé viejas estrategias: desmayarse, orinarse, no resistirse. Cualquier cosa. Pero nada funcionaba. Yo estaba completamente petrificada.
Resignada, me arrodillé. Y con la voz entrecortada supliqué:
—¡Por favor, no me haga nada! Soy casada, tengo niños pequeños, además estoy en la menopausia… ¡No me haga nada, se lo ruego!
El hombre se alarmó:
—¿Qué le pasa, doñita? Párese, ¿qué tal que pase alguien y piense mal?
En sollozo repetí:
—Bueno, quíteme lo que quiera, pero no me quite la vida, por Dios.
Él, tranquilo a la vez que obstinado, dijo:
—¿Qué le pasa, señora? Cálmese… Solo quería saber si me podía regalar un cigarrito. Vi a lo lejos que venía alguien fumando y por eso me acerqué. Pero no pensé que haría tanto alboroto. Dejemos así, mejor siga. No vaya a aparecer mi mujer y, con lo celosa que es, ahí sí tendrá a quién temer —rió entre dientes.
Me tendió la mano y me ayudó a levantarme. Mientras me sacudía las rodillas, mi mente me repetía: “Qué vergüenza acabas de pasar ”.
Sin levantar la mirada y por agradecimiento, le pregunté:
—¿Aún quiere el cigarrito?
Lo tomó sin dudar. Cada uno siguió su camino. Yo, con la vergüenza todavía encima, pensé: “Ojalá tenga tan mala vista como yo… o que esté medio borracho. Si yo no lo vi, él tampoco. Si él no cuenta, yo menos. Aquí no ha pasado nada”.
Me persigné mirando al cielo:
—Gracias, mi Dios…
—¡Qué bochorno! —exclamé luego.
Apuré el paso hasta la casa de mi alumna, solo para enterarme de que ya se habían ido… y por otra ruta más transitable.
Terminé riéndome para mis adentros y murmuré:
“Eso me pasa por andarle dando alas al miedo.”
---
Comentarios
Publicar un comentario