Con Derecho A Inquilinato



"Como Pedro por su casa"

Origen del Dicho

La explicación más extendida sobre el origen de "Como Pedro por su casa" se remonta a la figura de "Pedro I de Aragón y Navarra", conocido como Pedro el Batallador (1068-1134).

Este rey fue un gran conquistador y estratega militar del siglo XI y principios del XII, que expandió considerablemente los territorios de Aragón y Navarra. Se dice que era sumamente "audaz y valiente" y que entraba en las ciudades o territorios enemigos con tanta facilidad y aplomo como si fueran los suyos propios. Su destreza para tomar plazas fuertes y su desparpajo al moverse por cualquier lugar, sin mostrar temor, habrían dado origen a la expresión que hoy usamos.

Así, la frase se consolidó para referirse a cualquiera que actúa con esa misma desinhibición y sentido de pertenencia en un espacio ajeno.

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Hace meses, cuando llegamos a esta casa, mamá se encontró con que la cocina tenía un cuarto adjunto. Era demasiado grande para ser una despensa y demasiado oscuro para ser una habitación extra. Además, estaba sin terminar: el piso era de tierra y las paredes de bloque. Estaba en lo que llaman “obra gris”, así que no se le encontraba bien la funcionalidad, y mi padrastro determinó que fuese usado como el cuarto de los "cachivaches".

Aprovechando la oscuridad y la humedad, dos pequeños inquilinos se instalaron: un sapo y un ratón, ambos, al parecer, de la misma generación.

Todas las mañanas, antes de entrar a la cocina, mamá debe dar dos toquecitos a la puerta, en señal de advertencia, para que ambos —el sapo y el ratón— sepan que es tiempo de marcar su tarjeta y ocultarse de su presencia.

Casi siempre, al entrar, mamá alcanzaba a ver apenitas al ratón —y menos mal—. Afirma que va tan rápido que le era imposible distinguir bien qué era uno, hasta que le veía la cola.

Con el sapo pasaba algo distinto: como es más lento, mamá siempre se topaba con él. Una vez la escuché decir: “buenos días”. Al no escuchar una respuesta de vuelta, me asomé, y al no ver a nadie le pregunté:
—¿A quién saludas?
Me respondió, con toda naturalidad:
—Al sapo.

Mamá ha desarrollado sentimientos encontrados por ambos: al principio les tenía solo repulsión; pero, con el tiempo, les ha ido tomando una vaga ternura, posiblemente porque, como son unos críos, su lado materno inevitablemente se activa.

Lo que ya no le estaba agradando era que los dos estaban haciendo de las suyas, dejando rastros de mierdecillas por todos lados: uno en el mesón y otro por todo el piso. Así que le tocaba, por precaución, lavar todos los días la cocina con cloro o con varsol.

Conforme pasaban los días, mamá iba aumentando sus quejas, no tanto por el sapo —a quien consideraba como un niño muy bien educado— sino por el ratón. Con el sapo había forjado una entrañable amistad, al punto de que lo escoltaba con el trapero desde la puerta de la cocina hasta el jardín, para evitar que Rocky, por su "entrepitura", se le aventara y le causara algún daño.

Mientras que con el ratón, escuchaba que discutía —aclaro: al ratón no lo vi, solo a ella— y estaba hecha una fiera, quejándose de nuevo por lo que el susodicho había hecho.

Por no dejarla hablando sola, le pregunté:
—¿Qué pasó? ¿Qué hizo esta vez?

Enseguida se despepitó a contarme lo sucedido:
—¡Imagínate, mijita! Se le dio ahora por romper los empaques de los granos. La otra vez fue el de las harinas —según ella, en protesta porque no le dejó restos de comida en el fregadero ni migajitas encima del mesón.
—Bueno, pero déjale algo —le dije con ironía.
—Es que no puedo, mijita —respondió—, ¡se me estaba llenando esto de un ejército de hormigas!
—Ah, pues tienes tú razón —dije finalmente.

Me fui a dar media vuelta cuando ella, queriendo continuar con su discurso, añadió:
—No te dije nada para no agrandar más la cosa, pero la otra vez, por malicia, al atrevido se le dio por despelucarme los ajos.
—¡No te creo! —exclamé con exageración.
—¡No, y no solo eso! —continuó ella, alzando la voz—. Para colmo, se le dio por coger el morterito como su cagadero oficial. La otra vez que lo fui a usar, caí en cuenta de que en el fondo del mortero había cagaditas muy parecidas a las lluvias de chocolate —esas mismas que les ponen a los carajitos en los helados— pa’ decorarlos.

Después de todo aquello, consideró que lo que había hecho el ratón no era más que una afrenta, en respuesta a su decisión de guardar todo —desde ese día en adelante— en cajas plásticas o en la nevera, para así evitarse más querella.
—Eso fue lo que más lo enfureció —agrega ella—, que ya el fulano se creía un invitado de honor, con derecho a tomar del mesón lo que quisiera, por su supuesto derecho de inquilinato.

Ahora a mamá se le ha dado por recoger hasta la más mínima migajita, para no darle pie al ratón de creerse con tal posición. Entonces, el muy pillo optó por vengarse: espelucándole los ajos nuevamente y dejárselos ahí mismito, para que ella se diera cuenta de su agravio y se corrigiera. Desde entonces, ha sido una peleadera constante: que si el uno hace, que si ella dice... En fin, esto parece un cuento de nunca acabar.

A los días, se me dio por preguntarle a mamá por el sapito; me había extrañado que no lo mencionaba como antes.
—Debe estar vacacionando —me dijo—, porque no lo he vuelto a ver.
Pero al día siguiente, como si lo hubiéramos invocado, llegó de sorpresa. Mamá estaba entrando a la cocina y se lo topó. Ella lo saludó, él le correspondió. No se dijeron más: él tomó hacia la izquierda y ella hacia la derecha, y así, como de costumbre, cada quien siguió a lo suyo.

Más tarde, mi padrastro se cruzó con una deposición tan grande en el patio de los chinchorros, que enseguida señaló al perro como el responsable. Mamá salió inmediatamente en su defensa, alegando que no fue él, sino un familiar del sapo, que por esos días había llegado de visita.

Y reiteró además, con cierto tono de reproche, que mejor hiciera algo con el ratón que vive —dentro del cuarto oscuro— porque al susodicho se la ha dado por tomar atribuciones que no le corresponden, ampliando su recorrido más allá de la cocina.

El muy pillo, en su descaro, nos hace saber —indirectamente— que debemos tratarlo no como a un simple inquilino, sino como a un miembro más de la familia, tal como lo hacemos con la niña gata y el perro salamero. Esta autoadjudicación, según él, es meritoria por el tiempo que lleva conviviendo con nosotros.

Por ende —y aquí viene lo mejor— está en todo su derecho de pasearse de un lado a otro sin ser atacado ni coaccionado, ya que cualquier intento en su contra violaría sus derechos, amparados, por supuesto, en la Ley de Inquilinato:

Capítulo 262. Párrafo 10

Artículo X

Todo inquilino que haya habitado un inmueble por un período superior a seis (6) meses consecutivos gozará del derecho de permanencia pacífica y libre tránsito, sin ser perseguido, espantado ni gritado.



Artículo XX

 Si el inquilino demuestra haber sido parte del ecosistema del hogar por más de un año calendario, podrá considerarse miembro honorario de la familia, con derecho a nombre propio y mención en conversaciones cotidianas.



Parágrafo único

El arrendador deberá abstenerse de colocar trampas, venenos o cualquier otro artefacto que atente contra la integridad del inquilino veterano, so pena de sanción moral.



Nota aclaratoria:

Todo intento de coacción o expulsión sin causa será considerado un agravio al inquilino veterano y se entenderá como violación de la normativa familiar, en consonancia con los derechos establecidos en los artículos anteriores.



—A este paso seremos nosotros los que tendremos que desalojar esta casa —dije riéndome.

Mamá me miró de reojo y continuó, dirigiéndose a mi padrastro:
—La otra vez, mientras venía de la cocina, vi cómo corría diligentemente hacia nuestra habitación. Pegué un grito en señal de advertencia: “¡Por ahí no!”. Entonces él siguió de largo hacia la siguiente puerta. Volví a gritar: “¡Por ahí tampoco!”. Y el ratón exclamó: “¡Husquele, aquí tampoco es!”. Yo juraría que dijo: “Uy, esta vieja sí es tesa”. Entonces fue y se volvió a esconder.

Cómo olvidar ese día... Mamá estaba como loca, pegando gritos al perro a ver si se movía a perseguirlo; pero el muy pendejo estaba ahí, lelo, moviendo la cabeza de un lado a otro, siguiendo los movimientos del cucharón que mi mamá cargaba en una mano, usándolo a modo de señalador, mientras sostenía con la otra una olla de frijoles pegada al cuerpo.
—¡Ve, Rocky, caza al desgraciado!
Y este, como dije, ni caso.

Ya desesperada, fue hacia donde se había escondido el ratón —bajo un plástico negro extendido en el piso—. Pero nada, el perro seguía idiotizado, con los ojos fijos en el cucharón, mientras la lengua afuera iba dejando rastros acuosos por todo el suelo. Y, una vez más, el ratón se escabulló por un hueco.


Aun así, ese día terminó siendo más que épico: el ratón seguía yendo y viniendo de un lado a otro, sin el menor reparo, mientras mamá lo observaba desde su chinchorro, ya resignada. Murmurando entre dientes, decía:

—¡Ahí va el muy mal… (pausa)… descarado! Se cree el muy listo, yendo y viniendo como si esto fuera su patio de recreo… Está como ese fulano que dicen: “Como Pedro por su casa”.

—Que siga disfrutando, que un día de estos le cae la “niña” de improviso, y ahí sí se le acaba lo liso.

Se rió maquiavélicamente, y yo sentí un poco de pena por el ratón. Dentro de todo, él tiene razón: con el tiempo que lleva entre nosotros, deberíamos considerarlo uno más de la familia y no tratarlo como a una sabandija… eso pensé, hasta que lo vi meterse en mi cuarto y grité:

—¡Niñaaaa!






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