Con Tu Beso Me Quedo.


No estoy segura si tenía unos 19 o 20 años cuando lo siguiente que les voy a contar sucedió.

Estábamos toda la familia reunida en la sala: papá, mamá, hermanos y hermanas, mi persona y la vecina de al lado junto a su hijo afeminado. Esperábamos la llegada de un nuevo médico residente a la ciudad, quien llegaría a nuestra casa para quedarse trabajando con papá por las tardes en su consultorio privado.

Extrañamente, noté que mis hermanas se habían arreglado más de la cuenta para ese momento: se habían hecho unos peinados muy bonitos, adornados con unos moños llamativos, y también se atrevieron a usar maquillaje, nada exagerado para que mi papá no lo notara y mamá no se complicase.

Al finalizar la tarde llegó, y con ella la visita. Todos lo recibieron entusiasmados, sobre todo las mujeres y el vecinito. Cuando lo pude ver de frente, entendí el porqué de tanto alboroto: el recién llegado era un hombre joven, como de unos 26, de complexión delgada a la vez que atlética, de abundante cabello negro lacio, con una sonrisa media torcida pero amable y una mirada dulce y penetrante. Él, en sí, era lo que podría llamarse “un hombre perfecto”; su físico no sólo era impresionante, sino que su amabilidad con todos en general lo hacía ver como un hombre sobrenatural.

Mis hermanas, la vecina, su hijo y mi madre lo rodeaban. Él, lejos de sentirse incómodo, más bien parecía entender todo aquello, así que lo manejaba con mucha inteligencia y diplomacia.


Entre tanto…

La noticia de que “un médico guapo” había llegado a la casa se corrió por todo el barrio. En poco tiempo, la casa estaba llena de mujeres de todas las edades; se acercaban una por una a consultarle —fuera de horario— sobre cualquier achaque, llevándole uno que otro detalle para que él no pudiese negarse. Lo atendía, al igual que con o sin chantaje, mientras podía.

Pasaron los días…

La fila en la entrada del despacho privado de mi padre se hacía cada vez más larga. Entre él y el médico residente no daban abasto para atender a tanta gente. Curiosamente, la fila en la puerta del consultorio uno —atendido por papá— recibía sólo hombres de todas las edades, mientras que al consultorio número dos, la fila estaba repleta de jóvenes señoritas, mujeres no tan jóvenes y señoras de cuarenta hacia arriba. "Está de más decir quién lo atendía".

El joven médico estaba repleto de consultas venidas una tras otra. A veces, mi papá terminaba primero y trataba de ayudar a su colega, pero las señoras preferían venir al día siguiente y hacer de nuevo la fila, en lugar de acudir a papá, que las atendía de toda la vida.

A las cuatro semanas de haber llegado el nuevo doctor, el tiempo de mis hermanas de volver a sus respectivos trabajos se avecinaba. Ambas eran enfermeras profesionales: una trabajaba en el hospital más importante de la ciudad; la otra trabajaba con una familia adinerada cuidando a un paciente terminal.

Así que debían volver en pocos días y le habían pedido encarecidamente al médico que las acompañara al terminal después de salir de su rutina laboral. Él, siempre amable, no objetó. Ya varios días compartiendo con los de la casa, se había hecho uno más en la familia.


La apuesta...

Lo que él no sabía era que mis hermanas y el vecinito, días atrás, habían hecho un reto de quién se atrevería a darle un beso al joven médico.

Ellos apostaron que no debía gustarle ninguna mujer, puesto que no había mostrado interés en ninguna, ni siquiera en mis hermanas, que eran tan atractivas.


Aclaratoria…

Mis hermanas eran tan guapas que estaban acostumbradas a recibir mucha atención; tanto, que a la casa no paraba de llegar pretendientes por causa de una o de la otra. Mi papá era tan obstinado que los corría inmediatamente, amenazándolos con sacarlos de una con su escopeta imaginaria.

Por tal motivo, papá, a sabiendas del dilema que representaba tener dos hijas tan buenamozas y solicitadas, me pidió reiteradamente que asistiera al nuevo médico como enfermera auxiliar. A pesar de que, a diferencia de ellas, no sólo no estudié la carrera, sino que lo mío siempre estuvo relacionado con las artes y las letras. Pero que gracias a que pertenecía a una familia de galenos, conocía bastante bien el oficio.

Eso, y mi poco interés demostrado por el sexo opuesto y viceversa, hizo que mi papá me viera como la ayudante idónea para su joven colega.

Llegó el día…

Mis hermanas y yo íbamos encaminadas al terminal, mientras el joven médico ya nos esperaba sentado en una banqueta del parque que se encuentra al frente y diagonal al hospital general.

Ellas aprovecharon el momento y se despidieron con muchos besos y abrazos para el médico. Ninguna se atrevió a cumplir la apuesta de darle un beso directamente en los labios. Y ya se les hacía tarde; les tocaba entrar a registrarse y dejar las maletas.

Mientras nosotros —el médico y yo— nos quedamos sentados en la misma banca donde él nos había estado esperando al inicio. Hubo un momento en que nos quedamos en silencio y, al querer hablar al mismo tiempo, se nos disparó una carcajada nerviosa. Él me pidió que hablara yo primero.

Le pregunté si no le parecía incómoda la atención tan intensa que recibía por parte de las mujeres.
Él me respondió que ya estaba acostumbrado, así que se lo tomaba con bastante relajo.

Entonces me atreví a ir más allá y le conté sobre la apuesta que habían hecho mis hermanas y el vecino: que alguno de los tres lo besaría antes de que se fuera.

Él sonrió y dijo que ya lo sabía; que mi vecino lo intentó, pero que de mis hermanas, ninguna se atrevió.

Le pregunté pícaramente si le hubiera gustado que alguna de ellas se atreviera.
Él respondió que quizá, pero como ninguna se animó, lo podía hacer yo en su lugar y así ganar el premio por la apuesta.

Me sonrojé y caí en cuenta de que no era la excepción de la regla: al igual que mis hermanas, mi vecino y todas las mujeres del barrio, estaba cautivada por sus encantos masculinos.

Traté de cambiar el tema, alegando que mis hermanas habían tardado en volver por sus equipajes de mano.

Él se sonrió al darse cuenta de mis intenciones y observó cómo iba acercando su rostro al mío, para ver si tenía el coraje y lo besaba, o si me rajaba y lo frenaba.

No sé si fueron los nervios o una espontánea torpeza, pero al cerrar los ojos e intentar tomar su rostro para acercarlo al mío, le metí uno de mis dedos en su ojo derecho.

Él se sobresaltó por el punzón e inmediatamente se puso de pie, mientras yo, por la vergüenza, no me atrevía ni siquiera a levantar la cabeza.

Él no se enfadó; al contrario, se sonrió con un ojo medio bizco y me miró a los ojos, diciendo:

—“¿Qué tal si esta vez lo hago yo?”

Y, sin esperar mi aprobación, poco a poco fue bajando la cabeza mientras me acercaba con sus brazos a su cuerpo.

A segundos de escuchar los fuegos artificiales…

Escuché unos gritos femeninos a lo lejos llamándome. Volteé a mirar de dónde provenía tal algarabía y, a unos 150 metros de donde estábamos, pude divisar a unas vecinas, gritando desde el balcón del segundo piso del hospital general.

Antes de retomar donde había quedado, les hice un gesto de saludo para confirmarles que las había visto y que me  sirvieran de testigos cuando él besara. 


Retomando el instante…

El beso se dio al fin: beso dulce, tierno, apasionado pero breve.

Nos separamos poco a poco, sin quitarnos la mirada el uno del otro.

Como un maleficio…

De pronto, él posó ambas manos sobre su cabeza, como sosteniéndola por una fuerte presión; enseguida se desplomó,  cayendo al piso, revolcándose en el pavimento a causa de fuertes espasmos.

Sin pensarlo, me abalancé sobre él para prestarle auxilio. Al no ver un cambio de reacción, comencé a gritar pidiendo auxilio. Al estar tan cerca del hospital, la asistencia llegó casi de inmediato.

Segundos después…

Mi celular sonó con insistencia: eran mis hermanas pidiendo que me acercara rápidamente a la puerta principal. Yo no sabía qué hacer, pero como los paramédicos ya estaban presentes, crucé la calle corriendo y les dejé el equipaje de mano sin darles aviso de lo que había pasado, para que no se preocupasen.

Al volver al sitio donde quedó tendido, me encontré con que ya no estaba, ni tampoco los paramédicos. Miré a todos lados y pude divisar a lo lejos que lo habían subido a una ambulancia; apenas alcancé a verle los pies, porque no me permitieron acercarme, alegando que su condición era altamente inestable.

Segundos más, segundos menos…

Estaba en shock; no entendía cómo un simple beso pudo haber desencadenado todo aquello.

Mis lágrimas empezaron a correr, y en eso llegó un hombre, como sesentón, que me puso una mano sobre el hombro izquierdo y me dijo con seguridad que no me preocupara, que me repusiera, que todo estaría bien.

Lo miré perpleja, como si lo conociera…

Con las lágrimas apoderándose de mis ojos, le pregunté quién era.

El hombre de bata blanca sacó de su bolsillo un celular y me mostró la foto de una mujer como de su edad, y dijo calmadamente:

—“Mira, no te tortures. Tú no le provocaste eso; tu beso no le causó daño alguno.”

Quedé aún más confundida cuando afirmó:

“… él no es realmente lo que parece.”

Antes de continuar con su discurso, llegó más personal médico a la escena: un par de doctoras que, indiscriminadamente, comenzaron a revisar las pertenencias que el muchacho había dejado en el sitio. Las iban sacando allí mismo, usando guantes, para luego meterlas en un contenedor plástico mientras las iban etiquetando.

Yo seguía sin entender nada, y luego el doctor que tenía al frente retomó la conversación:

—“Muchacha, quiero que entiendas una cosa… él no era solo él. Dentro de sí yace otra persona.”

Me mostró una vez más la foto de la señora en el celular y continuó diciendo:

—“Esta mujer que ves aquí fue una preciada colega, reconocida en el gremio como una excelente médico-cirujano del corazón.”

“Ella tenía un nieto quién a los 12 años de edad tuvo un accidente fatal y necesitaba con urgencia un trasplante de corazón, al no haber un donante compatible ella decidió ofrecer el suyo a cambio de que su él sobreviviera”. 

Aunque yo no estuve totalmente de acuerdo, la operación resultó ser todo un éxito; yo mismo la llevé a cabo, junto con las colegas que ves aquí ahora.

Ambas hicieron un gesto con la cabeza como afirmando lo que este hombre me decía.

Volviendo...

A los pocos días de su recuperación, el chico comenzó a manifestar conocimientos científicos avanzados y actitudes extraordinarias, como si padeciera un trastorno supernatural. Se le hicieron varios estudios, pero nada advertía lo que se iba a descubrir. Habiéndolo intentado todo por el medio científico, tuvimos que llevarlo a una sesión espiritista. 

La médium que auspiciaba el encuentro nos dijo lo siguiente:

“Este chico no debió sobrevivir. Su destino fue alterado; al hacerlo, alteraron también su vida como la conocen. Él jamás podrá llevar una vida normal: ese corazón que recibió sigue sin ser suyo; el alma de la persona que lo donó quedó atrapada en él.”

Coge una pausa para recordar…

“Así que ambos tendrán que coexistir en un mismo cuerpo, compartiendo todo: pensamientos, ideas, habilidades, etc. Pero hay una cosa que no pueden compartir… su corazón.”

El chico no podía enamorarse, porque eso implicaría entregar su corazón a su ser amado.

—“¿Y cómo entregar algo que no le pertenece?”

Todo esto ocurrió porque la abuela del chico hizo algo que no debió: por amor, adelantó su partida para darle una nueva oportunidad de vida a su apreciado nieto. Lo que parecía una buena acción terminó volviéndose un suplicio para ambos.

La médium añadió:

—“Sólo el beso de un amor desinteresado podía romper lo que parecía más una maldición que un milagro.”

Volviendo al momento, el médico repitió:

“No hay forma de que sobrevivan el uno sin el otro; si ella logra salirse de su cuerpo, el corazón se va con ella.”

Así han durado todos estos años, cohabitando en un mismo cuerpo mientras se comunicaban a través de espejos.

Mas llegó el momento que tanto temíamos.

El chico creció, se hizo hombre y comenzó a hacerse preguntas típicas de su edad. Me confesó una vez estar cansado de vivir así: tan solo, sin poder relacionarse románticamente con nadie; solo podía tener amistades, más allá no estaba permitido.

Continúa al coger un poco de aliento

Una vez que llegó acá, se dio cuenta de la atención femenina que recibía, acostumbrado solo a lidiar con su abuela y con nosotros, los médicos que lo asistíamos. No vislumbramos que a esta edad despertaría finalmente su interés por las mujeres; ya habíamos dado por hecho que sería inactivo en ese aspecto, según los estudios que le habíamos hecho.


El momento en que habla de mí…

Él manifestó que yo le parecía diferente a las otras jóvenes; vio en mí a alguien con quien poder ser él mismo sin ser juzgado por su apariencia. Se dio cuenta de que lo traté como un igual. Lo mismo pasó con ella, su abuela…

—“Ella no paraba de hablar maravillas de ti, de lo lista que eras, de lo dulce de tu trato con los pacientes, a pesar de que no era tu vocación.”

Bajó la mirada para ocultar su emoción y me dijo finalmente:

—“En esta vida no se pudo, querida; ni para ti, ni para él, que tuvo una vida destinada a culminar desde a los doce años de haber iniciado. Por más que se prolongó su vida en años, no pudo hacer lo más esencial para cualquier ser humano: amar en cuerpo y alma.”

Sorpresivamente...

El hombre tomó mi mano y me dijo:

—“Despierta, niña, es hora de levantarse.”

Desperté agitada y miré a mi alrededor: todo estaba oscuro. Caí en cuenta de que solo había estado soñando. Tomé mi celular; marcaba las 03:33 a.m. 

Y me dije: ¡Ufff… qué experiencia! 
No sé si agradecer que sólo haya sido eso o lamentarlo.

Miré hacia arriba, intentando conciliar el descanso nuevamente, pero no pude… Repasaba una y otra vez en mi mente lo que recién había acontecido, como queriendo no olvidar ningún detalle y así replicarlo en mi diario al día siguiente. 

Pensado en voz alta me dije:

Espero que el doctor no me olvide… Yo lo inmortalizaré en unas breves líneas, allí en mi diario dónde mezclo la realidad con la fantasía.
Mientras, me quedo con su beso... 
... Con ese sabor dulce y amargo que posó en mis labios.



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