Carta a Helena ( El ahogao)

 

Domingo, 25 de octubre de 2025


Querida hermana:

Te cuento que ayer vi a mamá sentada en el chinchorro, mirando hacia la cocina con un cubierto entre los dedos, que hacía las veces de un habano.

No le dije nada ni me le acerqué, mientras me preguntaba:
—¿Qué estará maquinando esta vez?

Me senté a la mesa y, mientras sacaba mis cuadernos de la mochila, inevitablemente mi mirada me instaba a verla. Hasta que no me quedó más remedio que preguntarle:
—¿Algo pasa, que yo no sepa?

Ella, sin mirarme, simulando llevarse el tabaco a la boca, hizo una pausa y mientras exhalaba el humo imaginario, dijo en tono profundo y con la mirada puesta en la entrada de la cocina:
— Hija, acaba de pasar lo impensable.

Hizo otra pausa —típica de ella, para conservar el misterio—. Como vio que no pregunté más, continuó seria, diciendo:
—¿Sabes? Por fin tuve la oportunidad de deshacerme de mi mayor enemigo:

— ¡El ratón! — dijo casi con emoción. 

Abrí los ojos, expresando sorpresa.
—¿Ajá? ¿Y qué pasó?
—Pues verás, mija: esta mañana, al entrar a la cocina pa’ hacerme mi tinto, me encuentro al muy fresco nadando con torpeza, en la palangana de aluminio que dejaste “reposando” anoche.
Me lanzó una mirada inquisidora al decir "anoche"; sentí escalofríos.

Al ver sus movimientos, caí en cuenta de que no estaba nadando sino ahogándose. Y un sentimiento desconocido —hacia un enemigo— llenó mi corazón de compasión. No fui capaz de dejarlo allí y verlo morir...

... Así que, con el desprecio que me caracteriza, volteé la palangana y el ratón se salvó de lo inevitable.
A sabiendas de que debía estar exhausto, me le acerqué a unos tres cuerpos de distancia y le dije, en tono neutro:
—Supongo que estás en shock, además de agotado, así que me voy para que puedas reponerte. Tienes tiempo para eso y para esconderte.

Abandoné la cocina y me puse a hacer otras cosas. Cuando volví, a lo lejos todavía se le veía la cola.
—Amigo —le dije— le agradezco que ya se salga, mire que me va a atrasar la mañana.
Me volví a salir, eché una barriíta aquí en el patio y, al entrar de nuevo… nada. Seguía allí.

Y me dije: bueno, tocará ayudarlo.
Vi que hacía intentos por salir, pero no podía. Así que busqué una tabla y la coloqué dentro de la batea, para que la usara de puente… o de escalera… lo que fuera, con tal de que se fuera.
Eso sí, manteniendo una distancia prudencial —no vaya a ser que, por acercarme más de la cuenta, el pillo me saltara encima, y ahí sí... que me daba la pálida—.

Pero nada… el bicho no captaba mis indirectas, así que me tocó literalmente ponérsela debajo de las patas. Apenas se subió, fue a esconderse debajo de la cocinita de dos hornillas que tengo sobre el mesón.

—Amiguito, —le dije— sé que debes estar cansado y exhausto. Me voy a ir nuevamente y, cuando vuelva, te agradezco que te hayas ido. Mira que por tu causa no he podido tomarme mi tintico, ese que necesito a diario pa' arrancar los oficios.

Me fui al baño y, al regresar, mantuve la misma distancia; pretendí tener rayos "equis" mientras miraba la cocinita. Como no vi señales de vida, decidí encender una de las hornillas, por si acaso —a ver si el susto lo hacía salir. Lo peor que podía pasar era que se achicharrara—, dijo esto último en tono sarcástico.

¡Ay, mamá! —le dije. Ella prosiguió.
Mientras buscaba la mechera para encender la hoguera —digo, la hornilla—, no dudé en sermonear al susodicho, por si aún seguía allí escondido:
—Mire, mijo, ¿qué hubiera sido de ti si no llego a tiempo? Te hubieras ahogado como un pendejo por andar de loco… ¿Qué hay tu mamá? ¿Acaso no tienes? ¡Te apuesto que debe estar angustiada porque no has llegado a casa! Tienes que ser más consciente, mijito… ¿te imaginas el dolor que le causarías a tu madre si algo te sucede?

Como no respondió, asumí que ya se había ido.
Encendí la hornilla y, en ese instante, el mijito salió disparado, corrió como loco y, en vez de irse por su habitual ruta de escape —un cable mal hecho que da pal techo— se tiró del mesón al piso y se escondió en el cuarto próximo a la cocina.

Yo lo dejé ir. Ajá, mija, un día más, un día menos.
Y si se me va… ¿con quién peleo luego?

Me quedé perpleja escuchando a mamá. No sabía si me estaba gastando una broma o si realmente creía lo que decía.
¿Cómo puede pensar que el ratón que la viene fregando desde hace meses es el mismo que acaba de salvar?

Al terminar su historia, le pregunté:
—Ajá, ma, ¿y no que lo querías muerto?
—Mmm… muerto como muerto no; solo que no quiero verlo rondándome el mesón.
Más tú no entenderás, mija, porque no eres madre aún. Pero cuando una mujer se convierte en mamá, pasa instintivamente a ser madre de los hijos del mundo.

Dicho esto, se levantó del chinchorro, dejó el cubierto sobre la mesa y se retiró a su pieza.
Yo, que no estoy acostumbrada a verla conmoverse así por un animal —y no por uno cualquiera, sino por uno que realmente desprecia— me sorprendí. 

Y qué te digo, hermana: nuestra madre es así: a veces una heroína disfrazada de villana, y a veces una villana disfrazada de justiciera.



Con cariño,
Susana






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